domingo, 13 de enero de 2013

El Señor Carlos

Nos conocimos mientras echábamos de comer a la gata callejera. Antes de eso, sí, de vista, era el señor amable que vive en el bajo, pero precisamente porque vivía en el bajo no nos cruzábamos por la escalera. Así que viví más de tres años en el mismo edificio sin saber nada de él. Enviudó mientras yo ya vivía aquí, y yo no lo sabía, ni me acuerdo de haber visto a su mujer. Todo eso lo supe la primera vez que coincidimos junto al portal, y supimos quién era el otro que también echaba de comer a la gata callejera. Nos contamos muchas cosas ese día, mientras la gata comía. Todo empezó por los gatos. Los dos teníamos gata en casa, la suya muy viejita, no se sabe si es más vieja ella o yo, bromeaba. Me contó que se la trajo su nieta, de chiquitina, y su nieta se fue a vivir a Chile. Antes de eso había tenido otra, que la encontró él en la calle, y antes de eso, otra, que trajo su hijo también de la calle. Me fascinó que me contó la historia de su familia a través de los gatos que habían tenido. Casi como podría hacer yo. Me dijo te va a parecer de mala persona, pero cuando en invierno hace frío de verdad, en lo primero que pienso es en los pobres animales callejeros, los gatitos, pobrecitos, y me acuerdo de ellos antes que de las personas, porque no sé, creo que una persona puede valerse, puede refugiarse de más maneras, tiene herramientas, pero por los animales sufro, y me pareció tan entrañable. 

Después ya siempre parábamos a saludarnos. Me lo encontraba muchas veces cuando yo iba a trabajar y él venía 'de trabajar también' decía señalándose el costado, es decir, de diálisis. Le habían quitado un riñón y el otro no le funcionaba bien. Era extraordinariamente elegante. Siempre llevaba sombrero y era muy alto y delgado, de buen porte, muy buen conversador y con una voz siempre cargada de ternura. Al decir mi nombre, síempre, cargada de ternura, como un abuelo cariñoso, siempre. 

También ocurrió algo. Un domingo de agosto de hace ya dos años, bajé a echar de comer a la gata callejera y me di cuenta de que no había cogido las llaves. Las llaves ni nada: ni móvil, ni monedero, ni nada de nada de nada. Al primero que pedí ayuda fue al señor Carlos. Me hizo pasar, nos sentamos en su salón, lleno de libros. Me había contado que le gustaba mucho leer y que cuando su mujer estuvo enferma, él leía para ella. Era muy bueno el señor Carlos. Aquella situación, que conté en otro momento por otro motivo, y que está con detalle aquí,, para resumir, se resolvió porque otro vecino y su amigo cerrajero que pasaba por allí consiguieron abrir mi puerta con una radiografía del tórax del señor Carlos. Con una radiografía de su pecho abrieron mi puerta, sí. Y entonces le pedí que guardara una copia de las llaves de mi casa, por si alguna vez volvía a ocurrir. Y las guardaba desde entonces.

Una temporada dejé de verle y me preocupé mucho y me temí lo peor. Además como vivo de alquiler y soy jovencita, no importa cuántos años lleve aquí, siempre seré forastera para eso. A mí los vecinos no me cuentan quién está ingresado, o quién se ha muerto. Es así. Tardé un mes en saber que se había muerto mi propia casera. En fin. Me encargué de la gata callejera, porque sabía que estaba yo sola para alimentarla. Luego volví a ver luz en su casa y llamé. Me abrió la mujer que le cuidaría a partir de entonces, María, también muy simpática. El señor Carlos escuchó mi voz desde el salón y me hizo pasar. Estaba muy débil y muy delgado, tan diferente en pijama y bata del señor con sombrero que yo conocía. Verle tan frágil me encogió. Se estaba recuperando de un arrechucho. Sus hijos, que le cuidaban mucho y comían con él todos los días, insistieron en contratar a María. Allí estaba la gata viejita. 

Hice un bizcocho. Me salen muy bien. Huevos de gallinas felices, azúcar moreno, aceite virgen extra, todo productos revitalizantes. Lo hice con mucho cariño. Porque sí. Para que se recuperase. Les gustó mucho, a él y a María. En confidencia me contó que también lo habían probado sus hijos y que honestamente, me salía mejor que a su nuera, aunque claro, eso no se lo había dicho a ella, pobrecilla. También le di un tarro de miel. Miel de las colmenas de mi padre. Lo que yo considero néctar de ambrosía, tomaco, poción mágica, bálsamo de tigre, panacea universal. Lo que yo regalo con mis mejores deseos, con los mejores. Me dijo siempre la tomo cuando estoy resfriado y yo le dije no, no, hay que tomarla antes, y entonces uno no se resfría. En serio, tómela, tómela ya, esto le pone las defensas como toros. Porque yo no quería que le pasara nada malo al señor Carlos. 

En diciembre no le vi, y pensé que estaba pasando las Navidades con los hijos como siempre. Aunque pasaban los días y no había luz en su casa y me temí algo malo. Me crucé con una vecina de las de toda la vida, que me echó la bronca porque la gata y los gatitos gallejeros no tenían comida hacía días. Le pregunté por el señor Carlos y no sabía nada y bueno, pensé que si ella no sabía nada era buena señal. Así que la otra tarde, cuando Nina, la abuela de Slavi, entró en el salón y dijo ya sabrás lo del señor Carlos, qué pena, tuve que hacer un gran esfuerzo, porque era el cumpleaños de Slavi, para no llorar, porque no, no, no, no sabía lo del señor Carlos. No sabía lo del señor Carlos. 

Al día siguiente, en la cola del supermercado, una señora se me acercó y me dijo 

-¿Has visto a los pequeños?

No sabía de qué me hablaba y no la conocía. 

-¿Cómo?

-¡Los gatitos!

-Ah, los gatitos- la reconocí, una vez estaba echando de comer a los gatos y se paró a hablar conmigo. Es del portal de al lado. Ella da de comer a otros gatos, los del parque que hay al otro lado del edificio. Creo que sin saberlo, estamos organizados eficientemente, los locos de los gatos. 

-¡Hace días que no tienen comida! Y no les veo. Me da miedo que se hayan muerto. ¿Tú los has visto?

-Bueno, yo he estado fuera también, la Navidad...pero los vi, hace no mucho, y había tres, y vi a la madre, creo que están bien...-pero me sentí fatal. Los estábamos sacando adelante. El señor Carlos y yo.-...no se pueden haber muerto...aunque estaban muy canijos, es verdad. Y estas heladas...

Joder. Fue un día duro. Llegué al portal. Vi la casa sin luz del señor Carlos. Justo debajo de su ventana dábamos de comer a los gatos. Vi los platos vacíos. No vi a ningún gatito, ni a la madre. Y me eché a llorar.

Hoy. Hoy he vuelto, después de un par de días fuera. He bajado comida a los gatos. Y estaban. Han venido corriendo, los tres gatitos y la madre. Les he puesto un banquete. Ahora estoy yo sola para sacarlos adelante. Comían bajo la ventana del señor Carlos y yo los miraba. Entonces he visto luz en la casa. He imaginado que algún hijo estaba recogiendo cosas, como ha sido el caso. Se parecía a él, en el rostro. Le he contado quién era yo, la vecina del tercero que echaba de comer a los gatos callejeros con su padre. 

-Ah, Valeria. Sí, nos hablaba de ti. Siempre bien. Los bizcochos, la miel, sí. Sé quién eres. 
-Era muy bueno. Abrimos la puerta de mi casa con una radiografía suya. 
-Sí, sí, nos lo contó.
-Y por eso le di mis llaves.
-Ah, sí, tus llaves. Es verdad, espera, que las buscamos.

No hace falta. De verdad. Yo lo decía para que viera que teníamos confianza. Que nos teníamos cariño. Que era el primero en el que pensé cuando me quedé fuera de casa y jodida. 

-No las busque mucho, que da igual. Da lo mismo. No importa. Y...¿la gatita?
-La gata...estaba muy viejita. No podía ir a ningún lado así...no la podíamos tener...y...la he llevado a sacrificar...

Ay

Y hablamos un poco más y luego nos despedimos. No he tenido valor para pedirle que me regale un libro que le gustara a su padre, cualquier libro de la estantería, aunque lo que me hubiera encantado heredar es un sombrero, lo que ha llevado encima una cabeza tan buena como la del señor Carlos. Ser su sombrero debe ser un honor. Haberle conocido es de las cosas que te dan fe en las personas y te hacen ser mejor a ti. Es decir, él renovaba mi fe en las personas y en los locos de los gatos y en los espíritus sensibles y en la gente que se encariña con los desconocidos y en la gente que se lleva bien con gente de cualquier edad porque son gente sabia que contiene en sí misma todas las edades. 

Le voy a echar tanto de menos. Que prefiero y espero que no encuentren mis llaves, que no estaban donde todas las llaves ni tampoco donde las otras llaves ni tampoco en esos cajoncitos ni tampoco en la mesilla, no. Pienso que seguro que se las ha llevado. Por si un día me quedo fuera. O por si le apetece visitarme, tomar un café y un trozo de bizcocho, y que luego salgamos a dar de comer a nuestros gatos callejeros.